A menudo, los recuerdos tristes nos ensombrecen la vida. A los que hemos perdido ya todos los miembros de la familia básica, pensar en la mesa hogareña de la Nochebuena nos sume en la desolación. ¿Debemos, por ello, declarar enlutada la Navidad y tomarla como un huésped indeseado? Mediado el Adviento, San Pablo exige a los cristianos, en la Liturgia, estar alegres (Fil 4, 4-5). Pero ¿tiene sentido exigir estar alegres? Lo normal es sentirnos alegres cuando todo nos va bien. Si no tenemos más motivos para la alegría que éste, es lógico que nos parezca impertinente tal mandato.
Pero una mirada profunda nos permite descubrir que, al venir Jesús en Navidad, se nos abre un horizonte de vida nueva, infinitamente más elevada y prometedora que la actual. Para asumir esa vida de encuentro con el Señor, debemos prepararnos, y esto es lo que nos pide el Apóstol. Tal preparación consiste en acoger su palabra, su Palabra ‒que es Jesús, el Cristo, el Ungido‒, y entonces morará en nosotros la Trinidad Santísima (Jn 14, 22-23), y nuestra alegría será plena (Jn 17, 11-13). La tristeza que nos causan los recuerdos navideños es muy natural. Y esta nube cubrirá, en buena parte, cualquier sol que nos alumbre durante la vida. Pero no tiene fuerza para empañar el gozo de sabernos en el buen camino hacia la amistad profunda con Dios, que en eso consiste el paraíso.
Los colaboradores de la Fundación López Quintás compartimos esta alegría y os deseamos muy de veras una Navidad santa y feliz.
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